sábado, 13 de diciembre de 2008

Crisis y despidos: entre el fraude y la desvergüenza


Antonio Baylos.

El proceso de destrucción de puestos de trabajo que se ha puesto en marcha en España a partir del desplome del andamiaje financiero que sostenía la economía mundial ha sido extremadamente rápido y extenso. A toda velocidad caminamos hacia los tres millones de parados. En el camino, muchas empresas proceden a despedir como primera reacción frente a las dificultades económicas que se les suscitan, como acto reflejo que los grandes constructores de la opinión pública consideran el efecto natural de los movimientos del mercado. Esa reacción no es sin embargo aceptable ni en términos políticos ni en términos organizativos de la producción. Se están repitiendo varios patrones de conducta que implican la elusión consciente de la regulación jurídica de las crisis laborales en las que se respeten de manera coherente tanto la estabilidad económica de las empresas como los derechos de los trabajadores.

En empresas de tamaño medio, dedicadas a la prestación de servicios informáticos a otras empresas, o a poner en práctica sistemas de información y de comunicación, la crisis se experimenta mediante el desplazamiento del riesgo a los trabajadores. Es ya una práctica recurrir a despidos individuales disciplinarios que se reconocen improcedentes y se hacen acompañar de una indemnización además de la inmediata inscripción en el desempleo del trabajador cuyo puesto de trabajo se ha eliminado. Estas prácticas vulneran directamente la ley, puesto que el número de despedidos en relación con la plantilla de la empresa y la inexistencia de la causa alegada en el despido disciplinario, deberían implicar la iniciación de un expediente de regulación de empleo o, en su defecto, acudir a la vía del despido objetivo bajo control judicial.

Las empresas no lo hacen porque cualquier control pondría de manifiesto que no hay una causa económica real, que la estabilidad económica de la empresa no ha sido afectada de manera grave ni crítica y que en definitiva se prescinde de puestos de trabajo para mantener y en algunos casos aumentar el beneficio empresarial. Se trata de prácticas fraudulentas posibles porque la implantación sindical en estos sectores es débil y porque no existe ningún control público de las decisiones empresariales extintivas de carácter individual al formar parte del ámbito protegido de la “flexibilidad” del despido que está permitiendo, de hecho, la descausalización del mismo y su plena libertad de ejercicio para los empresarios, dotados, como un agente 007 en el mercado laboral, de licencia para despedir. En estos casos, el poder público debería saber que mediante tales prácticas los empresarios se desprenden de trabajadores con una cierta calificación, descapitalizando sus propios proyectos empresariales sobre la base de mantener intangible la lógica de sus beneficios, a costa de desplazar al gasto público la obligación de proteger socialmente a estos cada vez mayores contingentes. Si hubiera voluntad política – de la que parece carecer el flamante Ministerio de Trabajo e Inmigración, sólo preocupado al parecer por la segunda de sus competencias -, sería extremadamente sencillo elaborar un protocolo de vigilancia de las inscripciones en el sistema de empleo de trabajadores despedidos provenientes de la misma empresa, y que la Inspección de Trabajo actuara de oficio denunciando estos comportamientos de fraude de ley.

Esta forma de actuar se ha trasladado también a las grandes empresas, que abordan con despidos masivos las primeras muestras de estancamiento en sus expectativas de beneficios. Despreciando las técnicas que el ordenamiento jurídico español prevé para amortiguar los efectos de la crisis sobre las empresas y desplegar en el tiempo sus efectos más nocivos – como el procedimiento de suspensión colectiva de contratos de trabajo en los casos de crisis económica – estas empresas reaccionan frente a la previsible disminución de sus por otra parte exorbitantes beneficios con la destrucción masiva de empleo.

No existe ciertamente una causa económica suficiente que habilite esta carnicería laboral, pero la emplean prepotentemente como muestra de la forma violenta e injusta que tienen de resolver cualquier conflicto que limite o restrinja sus beneficios anuales de al menos dos cifras. Las empresas que emprenden este camino de violencia económica se benefician en este caso de una suerte de inmunidad en el campo de la opinión pública donde se insiste en convencer a los ciudadanos que esa es la lógica inevitable en las relaciones laborales. Sin embargo los poderes públicos deben tutelar el derecho al trabajo y regular consecuentemente los flujos de empleo en el mercado de trabajo sobre la base del respeto a este derecho básico que requiere una motivación razonable para su ablación por los poderes económicos. La regulación del empleo es un elemento propio de la civilización democrática, y las reglas que la inspiran, junto con la actuación decisiva de los sindicatos en el gobierno de esta situación de crisis, forman parte de las reglas del juego, que nunca pueden resumirse en la resolución autoritaria y prepotente del conflicto, incompatibles con una situación democrática.

Es necesario por consiguiente denunciar y poner fin a esas conductas que implican fraude a la legalidad laboral y que evidencian la desvergüenza del poder económico concebido como un tótem cruel que nadie puede desafiar. Sólo un ejemplo bien sintomático, que funciona como un cuento de Navidad. En la regulación de empleo de una conocida empresa de telecomunicación cuya estabilidad económica no está realmente puesta en entredicho y que pese a ello ha decidido proceder a despidos masivos de su plantilla, se ha propuesto, como un gesto entrañable “de buena fe”, suprimir la fiesta de navidad y el regalo correspondiente a los empleados de la misma para así aumentar un día más de salario de indemnización sobre los 20 por año que propone la empresa para los mas de mil trabajadores despedidos. Con ello esta firma, quizá sin ser muy consciente de ello, regala por navidad despidos, aunque a los trabajadores eliminados les premia con un día adicional en su indemnización. Toda una lección sobre el uso de la fuerza de trabajo y su carácter desechable por unos dirigentes empresariales que probablemente celebrarán las fiestas en el calor de la familia, con la despreocupación que les da el dinero y la convicción de que bajo el árbol de navidad no encontrarán nunca una carta de despido.

Antonio Baylos es catedrático de Derecho del Trabajo en la Universidad de Castilla la Mancha.

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