miércoles, 14 de mayo de 2008

Rodolfo Benito: El sindicalismo de hoy


Intervención de Rodolfo Benito presidente de la Fundación Sindical de Estudios, y miembro de la Comisión Ejecutiva Confederal de CCOO, el miércoles, 30 de abril, en un acto de Delegados y Delegadas, en La Unión Intercomarcal de CCOO de Buñol (Valencia).

Hoy como ayer, el sindicalismo sólo puede ser concebido como sujeto de cambio social, o lo que es lo mismo: hoy como ayer el sindicalismo está obligado a actuar para transformar la sociedad. Ése es su gran desafío, lo que en primera instancia el sindicato tiene que asumir de manera inequívoca si no quiere perder su propio sentido, su propia razón de ser.

Y para abordar este desafío, el sujeto sindical tiene que tener los objetivos claros, pero también debe contar con estrategias definidas, y por lo tanto, el sindicalismo tiene que ser capaz de interpretar correctamente cuáles son las claves que configuran la realidad en la actualidad, tanto en su vertiente estrictamente laboral como en su vertiente social; tiene que saber dónde se sitúan los intereses de los trabajadores y trabajadoras; tiene que identificar qué formas adopta el conflicto general.

Mucho se ha hablado del impacto de la globalización sobre los nuevos modos y las nuevas estrategias productivas, y, sin duda, se trata de un factor determinante para hablar con seriedad del sindicalismo de hoy.

Efectivamente, la globalización, que no es un fenómeno nuevo sino más bien muy antiguo, se encuentra articulada ahora sobre nuevas tecnologías, lo que le proporciona mayor intensidad en tanto que se eliminan en gran medida las fronteras del espacio y del tiempo. Es esa nueva dimensión espacio-temporal la que presta a las empresas la posibilidad de nuevas estrategias productivas, a la vez que se establecen nuevas y más difusas relaciones entre lo laboral, lo social, lo económico y lo político; induce también una mayor complejidad y diversidad a los mecanismos y las reglas contractuales, por lo que resulta más difícil identificar a sus agentes, al tiempo que se fragmenta la propia clase trabajadora.

La globalización realmente existente no es, por tanto, un simple aumento de las relaciones externas y de apertura económica de los países. Es algo más preciso, que comporta libertad de comercio, de movimiento de capitales, de instalación de empresas transnacionales de ámbito mundial, e induce, como consecuencia, a unas determinadas prioridades en la política económica.

En palabras del Director de la Fundación General Universidad Complutense de Madrid, uno de los rasgos más determinantes del actual proceso de globalización es el grado alcanzado por la transnacionalización empresarial, lo que podríamos denominar la globalización de la producción, que ha hecho que las relaciones entre capital y trabajo rompan sus limites nacionales y se establezcan sin pedirse el carné de identidad, sin consideración de nacionalidad; arrastrando detrás de sí toda la trama de relaciones que lleva consigo la actividad de empresas que reúnen capitales, se dotan de medios de producción, los amasan con fuerza del trabajo y tecnología, compran y venden, generan excedente, pagan o eluden impuestos.

En esta línea, la transnacionalización productiva facilita a cierto tipo de empresas radicarse allí donde en cada momento encuentran las condiciones más favorables para sus intereses, competitividad y cuenta de resultados; una movilidad del capital productivo que le permite acceder a la oferta de trabajo mundial, poner en contacto a distintos mercados de trabajo y modificar, conviene subrayarlo, los procesos de formación de los salarios por medio del desplazamiento de los capitales y de las empresas por ellos promovidas, o simplemente por la amenaza de llevar a término procesos de deslocalización capaces de dejar vacías áreas geográficas hasta ayer llenas de vida.

El pasado 17 de abril, Nicolás Sartorius, en una conferencia pronunciada en la Fundación Sindical de Estudios, llamaba la atención precisamente sobre los procesos de concentración empresarial, una concentración, sostenía, que obedece a que el mercado, al ser global, precisa de inversiones de capital y empresas globales. Solo así se entiende y explican las fusiones, opas, que cada vez crean concentraciones más poderosas, hasta el punto que sectores enteros están en manos de unas cuantas corporaciones de inmenso tamaño y poder.

De esta situación se deriva que las grandes corporaciones, auténticos actores globales que están mucho más allá del Estado-Nación, y se mueven a nivel mundial, sean mucho más fuertes que los Estados y determinen la situación económica de territorios. Además, tienen gran poder mediático por su penetración en los medios de comunicación.

De otra parte, también conviene señalar el excesivo predominio de las actividades financieras a escala internacional, por encima de la producción de bienes y servicios, y ante lo que el sindicalismo no puede mirar para otro lado, como si esta cuestión no fuera con él.

El papel preponderante que en los últimos años han venido alcanzando los fondos privados y especulativos de inversión, son el arquetipo de la creciente financiarización de nuestra economía.

Este nivel de financiarización que ha alcanzado la economía a escala internacional, incorpora riesgos más que evidentes para el empleo y para unas sólidas relaciones laborales.

El proceso de liberalización de los movimientos internacionales de capital afecta al poder de negociación de los sindicatos. Y precisamente la actual crisis financiera generada en Estados Unidos, el centro del sistema financiero, ha puesto en evidencia las debilidades de este proceso y la necesidad de una mayor regulación de los movimientos internacionales de capital.

Los impactos de la globalización se están verificando aquí y ahora, y la fragmentación y diferenciación del colectivo trabajador, tanto en su vinculación con el empleo como en las condiciones en que se desempeña el trabajo, están configurando la realidad laboral de nuestro entorno. Esto implica que las referencias en salario, jornada de trabajo, exigencias en el empleo y condiciones del mismo, tradicionalmente compartidas por amplios colectivos laborales, han perdido gran parte de su fuerza aglutinante; y la han perdido en todas partes.

Esas condiciones de empleo y de trabajo fragmentadas inciden en la acción colectiva de los trabajadores y, por tanto, suponen el primero de los retos que el sindicalismo debe afrontar para no adquirir, si no ahora, sí en poco tiempo, un papel más limitado en la defensa de intereses y derechos del conjunto de la clase trabajadora.

Efectivamente, la extensión y consolidación de la descentralización productiva y sus consecuencias en la externalización de actividades, subcontratación de obras y servicios, deslocalización, emergencia de empresas multiservicios, que en su versión más extrema (que probablemente desde la lógica empresarial sea su auténtico objetivo), lleva a la mercantilización de una parte de las relaciones laborales, a lo que hay que añadir los usos y abusos de las distintas modalidades contractuales.

Ambos procesos han determinado la individualización creciente de las relaciones laborales; una individualización que, además, lejos de obedecer a la voluntad de los trabajadores, o a dinámicas micro-corporativas, no es sino un efecto de la imposición de las empresas, del fortalecimiento experimentado por las empresas para el establecimiento de dichas relaciones laborales, bajo la premisa ultraliberal de que la competitividad se asienta únicamente en los bajos costes y, de manera especial, en los bajos costes salariales.

Efectivamente, no sólo, pero también en España se ha abierto camino un modelo de competencia basado en la presión sobre el factor trabajo, lo que significa el desplazamiento del debate sobre competitividad de su verdadero centro de gravedad, que siendo, efectivamente, la empresa, no es el vínculo con el factor trabajo a la baja lo que la determina, sino la capacidad de las empresas de generar valor añadido. Esto es, medidas que favorezcan la modernización y el reforzamiento del tejido productivo, inversión tecnológica, formación, redes comerciales, producto, mercado, es decir, aspectos centrales que tienen que ver en lo sustantivo también con la organización del trabajo.

Porque lo que la realidad pone de manifiesto es que la mejora de la competitividad de las empresas en un marco económico y comercial cada vez más internacionalizado, no bascula sobre la presión constante hacia la moderación salarial, ni sobre la precariedad laboral; y pone de manifiesto que el argumento de que el aumento de los costes laborales hace menos competitivos los productos, con la consiguiente pérdida de cuota de mercado y la subsiguiente reducción de la riqueza, no se verifica, y que, por el contrario, son las empresas de países con altos salarios las que más riqueza generan. Y es que la competencia entre producciones de países desarrollados y las producciones de países en desarrollo no se produce vía precios, sino que las innovaciones tecnológicas incorporadas a la calidad de los productos de los países más desarrollados es lo que hace más deseables estos productos aunque sean más caros.

Por tanto, es necesario avanzar hacia un decidido impulso de un modelo de competitividad que revierta en un incremento de la calidad del empleo, en una mejora sustantiva del poder adquisitivo de los salarios, en una efectiva reducción de las desigualdades sociales y en el cuidado y preservación del medio ambiente. Un modelo de competitividad que bascule sobre las producciones de mayor valor añadido, que incorporen capital humano y tecnológico y que se oriente básicamente hacia la economía productiva frente al excesivo protagonismo de la financiarización de la economía a que venimos asistiendo.

En este contexto, el sindicalismo no puede asumir una función ni residualista ni resistencialista; por el contrario, la estrategia sindical tiene que gravitar sobre la capacidad de iniciativa, sobre el incremento cualitativo de las propuestas, sobre la definición de una nueva perspectiva de participación sindical.

Una estrategia que debe tener como objetivos afianzar el protagonismo sindical en el establecimiento de las relaciones laborales, en el establecimiento de las condiciones de trabajo, en la definición de una auténtica política industrial, situando como un elemento estratégico la participación sindical en los procesos de innovación, que además debe vincularse a los nuevos desafíos que se han de producir en el seno de las empresas, y que exigen de éstas espacios de participación en materia de organización del trabajo.

De manera ineludible, esto significa también la necesidad de imprimir una nueva orientación a la Negociación Colectiva, una orientación que le permita revitalizar todo su potencial a través de la configuración del convenio colectivo de sector como la auténtica e inequívoca instancia completa de regulación de las relaciones de empleo y de trabajo en su ámbito, y desdeñando, por tanto, orientaciones o líneas de interpretación más económicas que regulativas.

Pero, además, hay que extraer también toda la potencialidad de los artículos 82, 83 y 84 del Estatuto de los Trabajadores, que permiten seleccionar el ámbito del convenio y, por lo tanto, permite crear unidades transversales de contratación que aglutinen a un conjunto de empresas que, perteneciendo a diferentes sectores de actividad productiva, presenten un elemento de cohesión: la prestación de servicios para una misma empresa principal. Este tipo de negociación permite, por tanto, una igualación de las condiciones laborales de quienes participan en un mismo proceso de descentralización productiva, si no con carácter general, sí al menos en relación con determinadas materias que posibiliten tal equiparación.

Sin duda son temas que tienen una repercusión importante respecto de la estrategia sindical en la empresa y al papel de la sección sindical dentro de ella, y que habrá que ir definiendo; pero hay que incorporar esa dimensión al sindicalismo en su elaboración cotidiana, comenzando por abordar desde la propia negociación colectiva una revisión de los ámbitos de negociación, de los funcionales ante todo, pero también de los territoriales, prestando especial atención a los procesos de segregación de empresa, al objeto de la que negociación colectiva dé respuesta a espacios actualmente desprotegidos. No se trata de crear nuevos ámbitos de negociación que acentúen la dispersión actual, sino más bien al contrario, de contener los ámbitos de negociación al tiempo que se amplía su cobertura.

No obstante, abordar este giro tiene implicaciones que no podemos obviar; y las tiene porque se dan en un contexto, como hemos dicho antes, globalizado, lo que proporciona una dimensión supranacional y transnacional de las relaciones laborales. Un contexto en el que la intensificación de los movimientos migratorios han hecho aparecer en la escena laboral a mujeres y hombres de amplias áreas del planeta en busca del trabajo, el bienestar y la supervivencia que les son negadas en sus países de origen.

Se trata, a su vez, de otro gran fenómeno social que pone en cuestión, en primer lugar, las propias bases de las políticas de cooperación económica internacional en el escenario de la globalización, que conmueven los fundamentos del Estado-Nación, que requiere de la acción coordinada de los Estados, de iniciativas políticas y medidas económicas de carácter supranacional, y que evidencian las dificultades del sindicalismo en muchos de los países de origen y, más allá, del propio sindicalismo internacional, porque la mejora de la competitividad y del comercio internacional, en ningún caso puede estar soportada en estos regímenes de privación de derechos.

El sindicalismo tiene que dar respuesta a esta realidad, influyendo más decisivamente para que la incorporación a los mercados laborales de estos trabajadores, permita compatibilizar un alto nivel de competitividad de esas economías con la plena igualdad de los derechos sociolaborales, y en esa respuesta, precisamente, juega un papel muy importante el modelo de negociación colectiva, que tiene que ir poniendo las bases para que éste mire hacia fuera y no actúe, aunque sigue siendo muy importante, exclusivamente en función de la empresa, el sector, o el país en el que se negocie.

Dicho de otro modo: el sindicalismo tiene que impulsar su propia capacidad de negociación más allá de las fronteras nacionales; también su propia capacidad de movilización. Y para afrontar esta perentoria necesidad en las mejores condiciones, se requiere de un movimiento sindical fuerte a nivel global, y que tiene que ser capaz de articular, igualmente, propuestas y respuestas locales.

La apuesta en el ámbito de la Unión Europea no puede ser otra que la de una Confederación Europea de Sindicatos realmente consolidada y titular de los derechos de representación de los trabajadores, que articule una relación bien estructurada entre el sindicalismo de sector, la acción sindical en las empresas transnacionales, y la suma de Confederaciones nacionales, configurándose como un verdadero sindicato supranacional. Intervenir sindicalmente en la reestructuración de las empresas, regular a escala europea los procesos de subcontratación, ampliar las competencias en materia de negociación colectiva de los Comités de Empresa Europeos sobre igualdad de trato, o legislar sobre los trabajadores inmigrantes, supone ir poniendo las bases para un necesario espacio europeo de relaciones laborales.

La Confederación Europea de Sindicatos debe ser, a su vez, un instrumento dinamizador del trabajo sindical, que tiene que abordar a escala planetaria la Confederación Sindical Internacional, porque la CSI es la apuesta básica e irrenunciable para avanzar en la defensa de los derechos humanos, sociales y sindicales en unos lugares, y de defensa y ampliación de conquistas en otros. El sindicalismo debe asumir que en un mundo cada vez más interdependiente, los derechos sólo pueden defenderse haciéndolos extensivos a los demás.

La Confederación Sindical Internacional, que debe convertirse en la base que impulse el internacionalismo sindical, ha de ser el vehículo que permita universalizar la acción sindical, y con ello hacer frente a la internacionalización de una parte de las empresas, así como a la descentralización productiva, en definitiva, a unas condiciones laborales donde el empleo se desregula y precariza.

Igualmente, es necesario también impulsar iniciativas que refuercen el papel de la Organización Internacional del Trabajo, favoreciendo la creación de instrumentos que permitan el cumplimiento de las normas fundamentales del trabajo en condiciones de equidad, allá donde éste se desempeña efectivamente, y del conjunto de sus convenios.

El sindicalismo, por tanto, tiene ante sí el desafío de articular su auténtica dimensión transnacional, lo que influye de manera determinante en cómo debemos concebir las organizaciones sindicales de carácter nacional.

No se agotan aquí los objetivos sindicales. El sindicalismo de clase no puede reducirse a intervenir en el terreno laboral, sino que precisa de una estrategia para intervenir en todo aquello que determina las condiciones de vida del conjunto de la clase trabajadora, de tal modo que esa intervención se salde ganando en equidad, ganando en igualdad, garantizando el efectivo ejercicio de cuanto configura la condición de ciudadanía, aumentando y afianzando el propio protagonismo sindical, y, por lo tanto, tiene que reforzar su protagonismo también en el establecimiento de los criterios sobre los que debe sustentarse el modelo de sociedad.

La progresiva injerencia del mercado en la prestación de servicios básicos, así como la consideración especulativa de otros, singularmente de la vivienda, hacen que el poder adquisitivo de los salarios se vea significativamente mermado, en una espiral creciente que el sindicalismo debe atajar, sin duda, a través de una negociación colectiva que permita la recuperación del poder adquisitivo; pero no es menos cierto que una posición ofensiva por parte del sindicalismo debe tener como objetivo comprometer al Gobierno en la profundización del Estado del Bienestar en nuestro país, de impulsar en el marco de un modelo social europeo sostenible y perdurable la articulación de un modelo social en nuestro país.

Es ahí donde también tiene mucho que decir el sindicalismo de clase, reforzando la acción general, es decir, su vertiente sociopolítica, haciendo del diálogo social una prioridad real, con contenidos sustantivos, promoviendo negociaciones y, eventualmente, acuerdos que incidan, configurándola como un derecho, sobre la garantía efectiva en el acceso a bienes y servicios básicos para el conjunto de la sociedad y, significativamente, para sus sectores más vulnerables al riesgo de pobreza y exclusión social, no desde una concepción asistencial, sí desde la concepción de cohesión y equidad que está en la base del modelo social europeo.

Un modelo que también está siendo presionado por los efectos de la globalización, significativamente por los fenómenos migratorios, porque en la medida en que el gasto social de los distintos países se incrementa muy por debajo de lo que lo hace su economía, los grupos sociales más desfavorecidos, entre ellos la población inmigrante, compiten por algunas prestaciones sociales, generándose así no sólo una ampliación del empobrecimiento social, sino también fenómenos inducidos de xenofobia y racismo o, lo que es lo mismo, la materialización de una nueva fragmentación social.

El sindicalismo tiene pues que hablar, decididamente, de gasto público, y para hacerlo tiene que hablar de fiscalidad, y tiene que hablar de estos temas porque, sin duda, tiene mucho que decir en la medida en que política fiscal, salario directo y salario diferido, siempre van de la mano: si la capacidad de recaudación del Estado es menor, los servicios públicos y los sistemas de protección social se debilitan, lo que deriva en unos servicios y unos niveles de protección social de mínimos, rayando el concepto de beneficencia.

Los servicios públicos y los sistemas de protección social no han sido, desde una perspectiva histórica, una concesión: son un logro de la clase trabajadora, y corresponde por tanto a los propios trabajadores su defensa y su ampliación. Por eso tampoco aquí el sindicalismo puede plantearse una posición tibia o residualista; por el contrario, debe ser capaz, en primer lugar, de rebatir los argumentos neoliberales con relación a la bondad de la “colaboración” entre lo público y lo privado en la prestación de servicios públicos, como debe acometer una auténtica labor de pedagogía sindical que traslade a los trabajadores y trabajadoras, al conjunto de la ciudadanía, el auténtico calado, mensurable incluso en términos de niveles de pobreza, que tienen los servicios públicos, los sistemas públicos de protección social.

Por eso el sindicalismo no puede mirar hacia otro lado cuando se plantean políticas desfiscalizadoras que, a la postre, no sólo están cambiando servicio por mercado, sino que, además, imposibilitan que se acometan otra serie de inversiones necesarias para compensar los graves déficit que aún existen en nuestro país, y que son determinantes para garantizar la sostenibilidad de los servicios públicos y los sistemas de protección social en la medida en que lo son para garantizar la sostenibilidad del propio crecimiento económico.

En función de todo ello, el sindicato tiene que abordar también sus propios retos como sujeto, sus retos organizativos, que deben ser afrontados desde el principio de la confederalidad, en el buen entendimiento de que cuando hablamos de confederalidad no estamos aludiendo sólo ni principalmente a una estructura, a un conjunto de normas o reglas por el que se vinculan distintas organizaciones entre sí; confederalidad es, ante todo, representación general de los derechos e intereses de los trabajadores, partiendo de su diversidad, defendidos y promovidos desde un programa compartido, e inspirado en valores que identifican al sindicato y lo diferencian de otras organizaciones, con capacidad para presionar, negociar y acordar, con capacidad para unir voluntades políticas y sociales.

Confederalidad que requiere situar la participación en el centro del discurso y de la práctica sindical, porque la práctica sindical, los modos de hacer del sindicalismo, los procesos de movilización, de negociación, la toma de decisiones, precisan de un proceso de construcción participada, que es lo único que legitima la representación, porque, si no, la representación se convierte en suplantación.

Este llamamiento a la participación cuenta, sin embargo, con afrontar otro gran desafío para el sindicalismo; un desafío que podemos caracterizar como la superación de un cierto alejamiento de determinados colectivos de trabajadores y trabajadoras respecto a las estructuras sindicales, precisamente de aquellos sobre los que la fragmentación del mercado de trabajo ha supuesto una mayor precarización, y para los que los procesos de identificación, tanto de los propios trabajadores entre sí, como de los trabajadores con el sindicato, cuentan con más dificultades que en épocas anteriores.

Pero precisamente sólo a través de la participación seremos capaces de identificar los intereses de los trabajadores, a veces contrapuestos entre sí, de elaborar planteamientos de síntesis que sepan articular las diferencias en un planteamiento general, de organizar a los trabajadores desde un planteamiento emancipador, por lo tanto, consciente y crítico, alejado del creciente protagonismo que en el sindicato está adquiriendo la “cultura de lo fugaz”, que se materializa en acciones puntuales que, sin embargo, no se dotan de una continuidad necesaria en la medida en que no están articuladas en una estrategia sindical.

Soy consciente, de otra parte, que realizo esta intervención a escasos meses de la realización del 9º Congreso Confederal de CC.OO. Creo que la celebración del Congreso es el mejor momento para reforzar el debate, la participación, y con ello impulsar el protagonismo sindical, poniendo al sindicato a la ofensiva.

El 9º Congreso de CC.OO. se va a realizar en un escenario de creciente desaceleración de la economía, de crecimiento también del desempleo, pasando el sector de la construcción de motor, a lastre de la economía.

La desaceleración del crecimiento económico, las previsiones del Gobierno pasan del 3’1 por ciento para este año 2008, al 2’3 por ciento. El desempleo con datos de la Encuesta de Población Activa (EPA), se ha situado en el 9’7 por ciento, una cifra sin duda preocupante. El crecimiento del desempleo está afectando básicamente a los sectores de la construcción y de los servicios.

Este proceso de desaceleración debería ser un punto de inflexión hacia un nuevo modelo productivo, económico, social y medioambientalmente sostenible. Y ello conlleva orientar tanto la inversión pública como la privada, hacia actividades de mayor valor añadido.

Efectivamente, no estamos en una crisis en términos económicos, ya que para hablar de crisis económica deben producirse tres trimestres consecutivos de tasas negativas de crecimiento del Producto Interior Bruto, pero sí se puede hablar de crisis en términos gramscianos: “cuando lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer”.

En este sentido, es muy preocupante que el creciente -aunque insuficiente todavía- esfuerzo en Investigación, Desarrollo e innovación de nuestro país, se esté realizando casi exclusivamente por el sector público. El reparto entre I+D+i en España entre el sector público y el privado es inverso al de los países europeos más avanzados. En nuestro país las empresas apenas representan un 25 por ciento del gasto global en I+D+i.

En este escenario hay que ganar en capacidad de propuesta y de iniciativa, para un momento en el que la acción del sindicato es fundamental en materia de empleo.

Como lo es también para un Congreso en el que el debate y la reflexión se tienen que imponer.

Un Congreso, el 9º de la Confederación Sindical de CC.OO., que ha de abordar nuevas respuestas sindicales y organizativas a los cambios que se vienen produciendo en materia de organización del trabajo, a los procesos de descentralización productiva, como a los que se desprenden de la existencia de nuevos colectivos, de una sociedad más diversa, y de la emergencia de nuevas necesidades sociales.

Una prioridad sindical es el que se acometa un cambio acelerado y profundo del modelo de crecimiento económico en el que se ha venido sustentando nuestro país. Un cambio que haga girar la actual estructura económica hacia la economía productiva, con mayúsculas, lo que exige, a la vez, del desarrollo de políticas industriales basadas en la inversión, el desarrollo y la innovación tecnológica, por consiguiente, en la formación, porque sólo sobre ese modelo se puede reconstruir un mercado de trabajo con mayores niveles de estabilidad y, consecuentemente, con menor fragmentación y precariedad, lo que, de hecho, se convierte en la base para mayores niveles de productividad y competencia de las empresas.

Ello exige también abordar sin dilación el actual proceso de individualización de las relaciones laborales, su mercantilización en el extremo, y los fenómenos de precarización que esto conlleva; fenómenos que están creando una situación de auténtico empobrecimiento y de reforzamiento de la situación de subordinación, para un número nada despreciable de trabajadores y trabajadoras a los que, precisamente, el sindicato tiene que dar respuesta.

La negociación colectiva debe ser objeto de una nueva orientación que le permita poner en valor todo su potencial regulativo, dando respuesta a los fenómenos de descentralización productiva, externalización y subcontratación; fenómenos todos ellos que, además, están muy vinculados a la existencia de empresas de carácter global, lo que de hecho se convierte en un gran desafío para el moviendo sindical, que tiene que reformular estructuras organizativas y también nuevas estrategias sindicales.

Y, simultáneamente, más sindicato en la empresa, más presencia en la pequeña empresa, a la que habrá que dotar de estructuras estables, para conseguir con ello estabilidad en la presencia del propio sindicato en la misma, de unos mayores niveles de coordinación y también de formación sindical.

Más sindicato en la empresa, para ganar en capacidad de iniciativa, en poder contractual, en poder de negociación, para el desarrollo de la acción sindical, en la relación con los trabajadores, en afiliación.

Nuevos derechos para el sindicato, tanto en la gran empresa, como en la mediana y en la pequeña. Derechos que van a requerir de cambios en la Ley Orgánica de Libertad Sindical, por el lado de la norma, por tanto; pero también a través de la negociación colectiva.

Más sindicato en la empresa, para más sindicato en la sociedad. Este doble anclaje que en términos organizativos representan las estructuras de rama y de territorio, sigue siendo básico e insustituible para el desarrollo de un sindicalismo de carácter confederal, para representar y defender los intereses generales del conjunto de los trabajadores.

Hay que abordar también el necesario impulso para articular y desarrollar un modelo social para nuestro país, que amplíe las políticas públicas de bienestar, que vertebre e integre las existentes, que supere los déficit que en Estado de Bienestar siguen existiendo con relación a los países más avanzados de la Unión Europea.

Y hay que hacerlo a la ofensiva, para derrotar a los críticos con el Estado de Bienestar, y a los defensores del neoliberalismo, aquellos que como viene ocurriendo en algunas Comunidades Autónomas, gestionan servicios públicos sin creer en ellos, desmontándolos en parte, abriendo las puertas a la iniciativa privada.

Una ofensiva desde el convencimiento de que modelo social es Estado de Bienestar, Seguridad Social fuerte, negociación colectiva y Normas laborales, y no otra cosa, no es sólo fundamental por sí mismo, sino que es una fuente de ventajas competitivas: garantiza la solidaridad, amortigua el impacto adverso del cambio, estimula la responsabilidad de las empresas, y promueve las oportunidades de empleo estable y de calidad.

Afrontar estos retos de manera solvente pasa necesariamente por un incremento cualitativo y cuantitativo de la participación, concibiéndola no como un objetivo, sino como el suelo en el que se asienta la vertebración de una organización, singularmente de una organización como CC.OO.

Y a los retos sindicales presentes y futuros, a los nuevos espacios de intervención sindical que hay que impulsar, hay que añadir la exigencia de la formación sindical, que tiene que dejar de ser algo secundario en el quehacer diario, que debe contribuir a cualificar a la organización y a las centenares de miles de personas que a ella están afiliadas.

Un mundo en continua evolución, tanto en el terreno tecnológico como en el económico, social, político y cultural, exige del sindicalismo que sepa transformarse, que afronte nuevos retos, que incorpore nuevas dimensiones a su acción sindical, que incorpore a nuevos colectivos también, que conquiste nuevos espacios de intervención.

Por muy complejo que sea el hecho social, por muy fragmentada que esté la clase trabajadora, por muy diversos que sean sus intereses, por muchas formas que adopte el conflicto, el sindicalismo no puede renunciar a su protagonismo.

Un protagonismo que no puede quedarse en la superficie de los acontecimientos, sino que tiene que hacerse cada vez más denso, ganando en extensión, pero ganado sobre todo en profundidad. Una organización sindical no puede caer en la autocomplacencia, ni en el resistencialismo, porque ambos, autocomplacencia y resistencialismo, son las dos caras de la misma moneda; ambos carecen de horizonte, ambos, en el fondo, son inmovilistas.

Y para ello es preciso definir una estrategia sindical; una estrategia que sirva para impulsar el protagonismo sindical, para ganar en capacidad de propuesta, de iniciativa, en poder contractual, para dar nuevas respuestas organizativas.

En definitiva, sólo desde el fortalecimiento inteligente, valiente y plural del sindicato, se puede afrontar el sindicalismo de hoy.

FUNDACIÓN SINDICAL DE ESTUDIOS.

MAYO DE 2008.

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